jueves, 27 de marzo de 2008

Continuación Novela (Soñando Despierto)

El hecho de vivir solo, le hacía en ocasiones a sumergirse en un mar de melancolía y tristeza, extrañaba la calidez de un hogar, de una familia –que nunca tuvo-, en esos momentos de introspectiva afloraban solo recuerdos vagos de su madre, su padre lo había abandonado aún siendo un bebé, -sería por eso que siempre le procuraba, no estar rodeado más que de sus cosas-. En las mañana cada desayuno era diferente aunque los actores principales eran la leche descremada y el cereal, no con mucho gusto los comía, si consideramos comer los mismo todas las mañanas durante los 365 días del año, pero, la idea de cruzar la barrera de los alimentos “sanos” a otros de alto contenido graso o proteínico que pudieran elevaran su colesterol y triglicéridos le aterraba; al final de cada desayuno lo mismo... llevar la tasa, el bol y la cuchara al fregadero, abrir ligeramente la llave, pasar a la nevera y terminar cerrándola con la punta del pie derecho. A continuación, barrer las migajas que al piso caían cuando su boca no podía contener la cantidad que su cuchara le aportaba, pero, escoba en manos se quedaba mirando el piso, se perdía en ocasiones contando cada mosaico, sin embargo no había una sola hojuelita en el piso, sin embargo él estaba conciente de que deberían haberlas, se quedó pensativo y por unos instantes dudo, al final dejó las cosas así y se fue a descansar a su alcoba, para ello tenía que subir 34 escalones de madera centenaria, de pronto..., al poner el pie en el primer escalón, alzó la vista y contempló casi embelesado, la enorme lámpara que colgaba del domo, era bella, cascadas de cristales y bombillas la adornaban, desde el domo, la luz se hacía pasar para rebotar en un vitral que la descomponía en un estallido de colores, -José contaba cada escalón, -era su manía- pero lo hacía desde adentro, o en voz baja según su estado de ánimo, pero, siempre los contaba.

Ya en su habitación, miraba su cama cubierta con las sabanas que más le gustaban, a mano izquierda un librero, escritorio y su sillón de cuero, aunque cómodo para la lectura, prefería irse a la mecedora que estaba al lado izquierdo de cama, con vista al parquecito del residencial; cuando llega al librero, se para frente a el, observa todos los libros, lleva su mano derecha a la boca y coloca el índice debajo de su nariz, cómo si esto le ayudara a concentrase, mientras su mirada recorría cada libro, apuntó al que quería y lo retiró. José era un amante de la organización, cada libro, puesto en orden alfabético, también tenía un tarjetero en donde anotaba quién tenía el libro, fecha de salida y fecha de entrada, curiosamente solo aparecía su nombre. Abrió una gaveta sacó un estuche en terciopelo que contenía sus lentes, cuadrados a media vista, envuelto en su cordón negro, fue a su mecedora y comenzó a leer; a veces, abría un poco la cortina y veía los niños jugar en el parquecito, él mismo se veía jugar allí con ellos, ir y venir, corretear, jugar al escondido; esas ligeras miraditas de espía le reconfortaban, nuevamente volvía a su libro, no era de mucho leer, aunque lo hacía escapar de su mundo, solo leía 6 páginas, no más, doblaba la punta de la página en donde queda para no perderse, otra cosa..., nunca dejaba páginas por mitad, no le gustaba, tampoco se acostumbraba a dejar la lectura en la página izquierda, siempre la derecha y capítulo nuevo, sin páginas nones, tenían que ser pares.

Al final de cada lectura José se quedaba meditando sobre su ser, era como quedarse inerte, en estado de hibernación momentánea, más adelante envolvía el cordón girándolo en el centro de los espejuelos y los guardaba en su estuche, el libro, lo ponía cerca de las figuritas de juguete, -guardianes de su mesita de noche-, para una nueva lectura, se iba a la cama, siempre del lado derecho y se dejaba caer justamente en el centro de ella, miraba el techo de madera y contaba cada una de las subdivisiones que formaban el techo, sentía una manía loca de contar, buscaba la simetría de las cosas, seis de este lado y seis de este, corto aquí y corto allá, más tarde –se entregaba al dios de los sueños-, ya sumergido en su interior, giraba en un espiral que lo succionaba, escuchaba su propia voz mientras caía, repasaba todo lo que había hecho antes de llegar a la cama, el desayuno, las losas en el fregadero y de repente.... se levanta estrepitosamente, su corazón parecía salir de su pecho, no encontraba sus pantuflas, Dios mío donde las dejé, -José se acordó que había dejado la llave del fregadero abierta-, bajó todos los escalones de dos en dos, cuando llegó a la cocina, encontró la llave cerrada, las vajillas lavadas y colocadas en el gabinete, las cortinas cerradas y el cereal y la leche colocados en la mesa, -esto le extraño mucho-, había un bol, tasa y cucharas nuevas, como si otra persona se fuese a preparar un desayuno, por su mente pasaron muchas cosas, en un instante, disimuló marcharse y en puntillas de pies volvió nuevamente, esta vez pegado de espalda a la pared y con las palmas de las manos se guiaba, sus pasos eran lentos, uno a la vez, pie derecho, pie izquierdo, estaba seguro de que algo había pasado, alguien lavó todo, cerro las cortinas y para colmo, se iba a comer su cereal y su leche.

Suena el teléfono y de repente se interrumpe la vigilia que José había montado para atrapar al “extraño”, -Alo-, José es Silvia- se escuchaba del otro lado del teléfono, los ojos quisieron salir de sus orbita, José no lo podía creer y solo atinó a contestar, siiii, cómo estas?, Silvia la única amiga de José le llamaba para que le visitara a la ciudad, -era lo que José estaba esperando-, su oportunidad de salir, respirar fuera de sus cuatro paredes. Subió entusiasmado a su habitación, preparó el baño, fue hasta el closet sacó su ropa, la del viernes, ya tenía las ropas separadas por día de semana, pantalón, camisa y zapatos; según él, para evitar perder tiempo en elegirla. Puso la ropa encima de la cama y se fue al baño.

Al salir de la habitación, pasó frente a su espejo y vio a un José diferente, con ánimo, fresco, con deseo de salir a la ciudad, encendió su vehículo y tomó la calle principal, todo el camino contemplaba lo que hacía tiempo no recorría, parques, puentes, letreros anunciando una bebida gaseosa, niños tomados de la mano por sus padres; el crucetear de los vehículos con sus estelas de colores; al llegar al banco de la ciudad, se encuentra con un edificio gris y robusto, un letrero enorme encima de la puerta, ladrillos a media pared y puertas con cristales claros con un pequeño stikers de “empuje” justo al lado de uno de tarjeta de crédito. En el lobby queda absorto, el piso en mármol travertino importado con diseño octagonales y en el centro, -esto le hacía recordar la iglesia en donde se congregaba-, al centro dos enormes letras entrejuntas, con las iniciales del banco, a la derecha y al fondo, la plataforma de cajeros, a sus espaldas, un forraje de madera preciosa, a la izquierda las oficinas a media altura con los oficiales de servicios y al fondo, varias oficinas con los gerentes, se podía distinguir desde lejos, porque tenían más espacio, cortinas verticales móviles y una altura mayor, tanto en piso como en paredes, era el espacio preciso para la observancia; José ve aquel gusano de personas haciendo al fila, cada una de ellas con sus propias historias, algunos con los brazos cruzados al pecho, otros con las manos en los bolsillos, otros contemplando el reloj a cada segundo, no quería hacer la fila, lo dudó un poco, pero al final terminó incorporándose a ella, no sin antes echar un vistazo a cada una de las personas.

Era algo innato en él, mirar de arriba abajo a las personas, estatura, color de pelo, su ropa, calzados, reloj etc., era un escaneo constante, esto le recordaba su loca manía de contar y esta vez lo hacía en el banco, cada tiempo que tenía asomaba la cabeza por encima de los hombros de los que delante de él estaban y contaba al cantidad de personas que tenía por delante, pero, a veces metía sus ojos hacia los cajeros y se quejaba en su interior por la “lentitud” con que atendía a los clientes.

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